VERANO AZUL


VERANO AZUL



            A las nueve en punto, la abuela salía al patio, nos daba los buenos días, andaba mansamente hasta su silla, dejaba la bandeja con el desayuno sobre la mesita de madera, tomaba asiento y balbuceaba unas palabras indescifrables. Le daba un buen sorbo al té rojo, cerraba los ojos, se quedaba un buen rato quieta, se comía las galletas con miel, recogía la bandeja, entraba en casa y tocaba un rato el piano. Así todos los días.
            Un día antes de volver a Barcelona, se lo pregunté a papá:
            —¿Qué es lo que dice la abuela?
            —Dice: cántame a la oreja, amigo.
            Estuve largo rato preguntándole de todo. Me dijo que lo hacía varias veces al día. Mientras desayunaba, después de ducharse, tomando el café descafeinado de después de comer, antes de irse de paseo con las amigas, al volver, antes de acostarse. Por lo visto lo repetía incansablemente, la escucharan o no. A veces con un tono más dulce y otras con uno más exigente, pero siempre de un modo muy visceral.
             Nadie de la familia sabía porque decía eso. Todos interpretaban cosas distintas: mi madre decía que era la edad, mi padre que echaba de menos al abuelo y mis tíos que era normal hablar en voz alta. Pero ninguna de esas explicaciones me convencía del todo. Aunque, a decir verdad, ese verano la abuela no había hablado mucho conmigo, ¿no se habría vuelto…?

             Amanecí al día siguiente. Eran las ocho y cuarenta y habíamos quedado en irnos a las nueve y diez como máximo. Apretujé toda la ropa dentro de la mochila, me puse el short a tropezones, fui a la cocina, agarré un puñado de galletas y salí al patio esperando al momento en que la abuela hiciese acto de presencia. No puede comer ni una sola de esas tristes galletas.
             La abuela salió y repitió su rutina. Estaba dispuesto a espiarla para verla de más cerca. Me puse detrás de un murito en el que se entretejía el gigantesco jazmín que me ocultaba de la abuela. La tenía allí, a no más de dos metros; sólo nos separaba un denso muro olor verano. Se sentó y dejó huir aquellas palabras entre sus labios:             
            —Cántame en la oreja, amigo…
            Se quedó unos segundos con los ojos cerrados. No pasó nada. Los abrió.
            —¿Amigo? ¿Dónde estás? —dijo con la mano derecha en el pecho.
             Después de un fugaz silencio, que a mí me pareció como todo un verano, reemplazó ese gesto de confusión por una mueca picaresca, y susurró para sus adentros una frase, ahora sí, indescifrable. Abrió el frasco de la miel, se puso una gotita en el dedo índice y se lo hizo desfilar suavemente por el contorno de la oreja. De entre los pétalos de una flor del jazmín, brotó un mosquito. La abuela cerró los ojos, extendió los brazos al sol y se acurrucó en la silla. El mosquito se quedó un rato zigzagueando alrededor de la oreja de la abuela. La abuela de en vez en cuando y con una voz llana, le reconocía una preciosa melodía, pero, otras veces, le reprochaba haberse equivocado en una nota que no entraba en la escala.
             Me puse en cuclillas. Pegué la espalda al murillo. Me fregué los ojos con las dos manos. Me deslicé hasta la puerta ocultándome entre los distintos arbustos que poblaban el patio. Entré en la casa; mis padres ya estaban listos. Cogí la mochila sin soltar palabra, nos despedimos de la abuela en la puerta, me metí en el coche y nos fuimos.
             Me costó unos años asimilarlo, pero al final lo comprendí. Mi abuela era así; estaba locamente enamorada del verano.
             


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